Inmortalidad y pastel de queso

El aroma de las cosas WordPress 470x150

Poe Cheque Santana

Cuando Plinio el Viejo encontró la receta de pastel de queso de Aegimus no le quedó duda alguna: era gracias a la alquimia y no el favor de los dioses que el pícaro griego había logrado vivir hasta los 200 años.
¡Cuántos lustros había pasado estudiando las propiedades de la ambrosía, el soma y el icor sin ningún resultado! Noches enteras escarbando entre tumbas y templos los restos de la sangre de los dioses.
Durante sus campañas en Germania, buscó la compañía de bárbaros y adivinos paganos, rendido a la esperanza de hallar cualquier cosa que le acercara a la piedra filosofal. Antes, en Roma, desgastó sus sandalias recorriendo los callejones y los templos, deseando encontrar entre sacerdotes o los aventureros el secreto de la inmortalidad.
Y ahora, aquí estaba: escondida entre las páginas de un viejo libro de cocina.
-¡Oh, Magnus Opus, cuán cerca de mí te hallas! Gritó el militar romano, con una voz casi tan estruendosa como la erupción del Vesubio y, por primera vez en siglos, leyó la prodigiosa lista de ingredientes:
“2 sextarius de harina, 6 manojos de trigo, 1 sextario de miel, 4 uncias de queso. Mezcle los in…”
-Quizás no sea entre el lechoso postre sino entre la negra ceniza que encuentre su destino, General. Se escuchó decir a una voz ronca pero de ritmo calmo y cadencioso.
-¿Quién eres tú? ¿Cómo has subido al barco? ¿Quién te ha dejado entrar a mi camarote? –dijo Plinio, sorprendido y furioso por la interrupción.
-Soy el dueño de ese libro… Aegimus de Velia.
Los ojos vivaces de Plinio se oscurecieron al escuchar esas palabras y sintió sus vísceras contraerse. Mas acostumbrado como estaba a los rigores de la batalla, bien pronto recuperó la compostura y acariciando su barba dijo, haciendo una mueca burlona.
-Aegimus está muerto y los muertos no son dueños de nada.
Acto seguido sacó su afilada gladius con la intención de asesinar al nativo de Velia o a quien fuera que trataba de suplantarlo.
Pero el griego lo esquivó con facilidad y aprovechando el momento de su enemigo con un ligero empujón lo mandó de cabeza contra la pared del camarote. Después, con paso sereno tomó el pergamino y salió tan silenciosamente como había entrado.

Durante sus campañas en Germania, buscó la compañía de bárbaros y adivinos paganos, rendido a la esperanza de hallar cualquier cosa que le acercara a la piedra filosofal. Antes, en Roma, desgastó sus sandalias recorriendo los callejones y los templos, deseando encontrar entre sacerdotes o los aventureros el secreto de la inmortalidad.

En cuanto se recuperó del golpe, Plinio salió a toda prisa y acercándose a la borda pudo ver como el griego se escapaba nadando con una velocidad sobrehumana en dirección de las incendiadas costas de Herculano.
-¡Den vuelta al timón! ¡Vamos hacia oriente! ¡La fortuna favorece a los valientes! Gritó el General, ante la sorpresa de los marineros.
Y con decidida voluntad siguió el nado de Aegimus, acercándose cada vez más a las infernales llamas del Vesubio.
De lo que pasó después poco se sabe. La historia oficial dice que el general murió asfixiado por el humo venenoso del volcán, sus naves incapaces de escapar de las ardientes costas. Pero hay quien jura que le vio seguir una sombra, solo y decidido, hasta el terrible centro de la erupción, para nunca jamás volver.