La espiral de la violencia es reactiva, exponencial e instantánea. En un país en el que se hacina el rencor como la humedad y el moho, no suena raro que esa espiral sea una columna de humo que escupe fuego como perro rabioso. Un volcán que exige, de inmediato, el sacrificio necesario para la catarsis de tanta y tanta impunidad, corrupción, frustración y cinismo con que, nosotros, los peatones, los que no tenemos prebendas ni fueros ni pertenecemos al círculo dantesco de las concesiones, andamos t
odos los días por la jungla sin Ley que es nuestro país.
Los hechos son irrebatibles y cada vez más visibles, a nosotros, los peatones, nos quedan cada vez menos opciones para que la «Justicia» funcione. Menos alternativas para orillar a quienes trabajan para nosotros, los peatones, a cumplir con sus deberes. Pero como esta sección es menos un reproche que una sugerencia cultural, debo indicar que el tema de los linchamientos está sutilmente tratado en la literatura.
El caso estereotípico es la primigenia Fuente Ovejuna de Lope de Vega, la obra de teatro en la que el pueblo determina su destino y responde al despotismo. El escritor andino Ricardo Jaimes Freyre tiene el cuento «Justicia India» que se conjuga con su versión gemela, y mexicana, «La muerte tiene permiso» de Edmundo Valadés. En cualquiera de esos tres casos, la ficción es prácticamente una declaración de fe y buenos deseos: la agilidad de un tribunal que ejerce su sentencia, sin amparos ni citaciones, eso sí, con la
certeza de la culpabilidad. En los linchamientos de nuestra época la situación es mucho más endeble y la realidad, como siempre, es mucho más terrible.