Vivo en una colonia de clase media, donde no es común ver carros alemanes, ni italianos, bueno hasta los que pagan tenencia son esporádicos. Cuando uno de mis vecinos era visitado, en horario laboral, por Mercedes, Audis, Volvos (cada vez más comunes en nuestra ciudad) algo no congeniaba. Fiestas entre semana hasta la madrugada, carros de lujo (siempre distintos, nunca uno repetitivo) sumaron la sospecha y la paranoia. Hasta que hubo un disparo, una pelea. El vecino cambió de domicilio, sigiloso, sentí un alivio. Meses después la policía hizo un operativo: cerraron mi calle, bajaron a cartucho cortado y abrieron (a la fuerza) la casa ya vacía y con mucho polvo y pasto sin segar.
La sospecha y la paranoia son pan de cada día en un país como el nuestro, repleto de violencia, corrupción, nepotismo y dominado por la sombra del crimen organizado, que ha dejado una larga estela de sangre, historias contadas entre dientes y, sin duda, la visible vulnerabilidad del peatón.
No es que sea propenso a las teorías de la conspiración o el maquiavelismo, pero el imperio de la sospecha y la paranoia (estimulado y excitado por los medios de comunicación masiva a la menor provocación) funcionan como un engranaje para el estado del miedo. Allí es donde me llevan los atentados en Francia y Alemania, por citar un ejemplo menos cercano.
Ojalá lo de mi vecino «fiestero» haya sido sólo una paranoia mía.
(Imágenes MIcheal Schrijver, Josef Koudelka)
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