La estética del prodigio

Cuando uno pierde la capacidad de asombro, considero, ha perdido un poco de su espíritu. Es una suerte de disección, como si se nos hubiese amputado una mano, la sonrisa o la espontaneidad. Hay en la serendipia de la vida un largo túnel entre el misterio, la fe, el amor, la admiración, incluso el arte, que nacen del asombro.

No es necesario que las cosas que nos asombren sean trascendentales o inverosímiles. El asombro se alimenta de mínimas dosis, imágenes acrecentadas por la lupa de humildad: puede asombrar la tenacidad de las hormigas, las maravillas de la ciencia y la ingeniería, o cosas más elementales, digamos un atardecer. Probablemente, María Emilia Chávez Lara tuvo una revelación en la infancia de ese tipo, entre los cuentos de hadas y las historias maravillosas de fantasmas y leyendas, esas que nos contaban los abuelos.

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En su libro Estética del prodigio, con una prosa limpia cual puerta abierta como invitación a entrar en el mundo del asombro, se reseñan historias que lindan entre lo inverosímil y lo cotidiano. Ejemplos: los siameses Chang y Eng y sus vidas contrariadas, la mujer más fea del mundo: Julia Pastrana, las fotografía de espíritus (Mumler) y hadas (Frances Griffith), la magia y el ilusionismo.

Casi todo tiene que ver con la materialidad del cuerpo (ya sea lo monstruoso -«que pone en peligro los sistemas sociales», criminal en potencia»-, lo amorfo, lo anómalo) o su inversión: lo incorpóreo (las hadas, el espiritismo, la magia). Las emociones que provocan esas «forma fugitivas» –ese amor, esa filia– se encuentra en el cimiento de la Estética del prodigio, y asombran más todavía porque tienen explicación.

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