Imágenes de habitantes del agua tatuadas en su espalda, una anguila, un pulpo, peces de colores, un tiburón, una manta raya, dos ballenas, y la cuenta y los nombres los perdía porque ella, la mujer que arrimó anoche a mi cama, se movía para pedirme que la suturara con olas y no se me ocurriera intentar doblegar sus mares con barcos.
La besaba en la cintura y un verdadero temblor eléctrico cruzaba mi boca, le tocaba los senos y las manos se confundían en un profundo espesor del que parecía no poder escaparme. A sal, no la sal del sudor, con el sabor de la sal del mar me encontraba en sus hombros.
Yo quería negarme a cualquier paisaje metafórico, sus movimientos en la cama daban cuenta de mi timidez para alcanzarla, apenas si lograba cobijarme con el recuerdo de alguna lectura, y me quedé colgado de una de ellas para salvarme, no me sentía en un juicio, ni era juzgado por su piel ofrecida en extenso, solo presentía que caería dentro, muy dentro de las algas que tenía tatuadas en el borde de la espalda y quizá no podría volver a salir.
El libro de Bradbury, “El hombre ilustrado”, de él me colgaba para no desconectarme de la realidad, pensaba en que estaba un poco borracho y confundía la historia del libro con la piel de la mujer, sus pequeños lunares con tatuajes, sus insignificantes cicatrices con figuras pintadas.
Estaba dormido, solo podría ser un sueño y como los sueños son una habilidad literaria de la memoria mantuve mi idea de que era yo mismo confundiendo la historia del libro con las imágenes del sueño, seguí tocando y empuñando el acero de unas caricias que pretendían borrarle las líneas y la piel untada de figuras marinas sin lograrlo, la mordí con afanes y ella me devolvió el mismo ímpetu, sentí la furia de quien quiere marcharse de casa y siente siempre el techo de un hogar más grande del cual no puede desprenderse, así continuaron el beso y la caricia.
A las tres de la mañana ella me pidió agua y yo fui a la cocina por dos vasos. Era real, la cocina de mi casa, el mueble con los alimentos, el grifo, la nevera, los vasos. Puse el líquido en dos vasos, volví a la cama, ella levantó la espalda, no tomó el recipiente, yo lo sostuve, lo bebió completo y me dijo que estaba cansada, había trasnochado varios días consecutivos y le hacía falta el sueño.
Me pidió dejarla descansar y no despertarla temprano. Comprendió la duda en mis ojos, se detuvo antes de dar vuelta a su cuerpo y ponerse de espalda a dormir sobre el lado izquierdo, «son tatuajes, son estáticos, no se mueven, los ves en movimientos porque tú quieres navegar en ellos».
Terminé con el agua del vaso, metí mi cuerpo debajo de la sábana y encontré una lluvia diminuta cayendo sobre su espalda, otra vez imaginando, no quise concederme más apreciaciones falsas, cerré los ojos y dejé mis manos quietas sobre su estómago, no me importó sentir que los animales extendían su territorio a mi piel, pedí quedarme dormido y, cuando lo logré, acuné acompasado en su respiración el canto del viento en una noche en la playa.