Apenas hace una semana se cimbró el suelo y nos hizo estremecer. Ya no somos los mismos. Nos descubrimos vulnerables a la brutalidad de las fuerzas de la Tierra. Nos cimbramos al descubrirnos como una sociedad que no se había tomado, a fondo, a pie juntillas, las preocupaciones necesarias para atender un siniestro de tales magnitudes, desde todos los ámbitos. Lo confirman los hechos. Y me hicieron pensar en que las fuerzas telúricas son impredecibles, como las fuerzas divinas de los pueblos originarios y el pensamiento tribal, aquella que se dividía, según Roger Caillois, en fastas y nefastas, es decir: sublimes y terribles.
Pero las revelaciones fueron muchas más. Los millenials resultaron mucho más proactivos, solidarios, impetuosos de lo que esperábamos, de lo que ellos mismos nos habían hecho creer; un ejemplo sin lugar a dudas. Desde las redes sociales se cambió la forma de comunicarnos y su inmediatez se ha convertido en su mayor virtud; de la misma forma en que facilitaron la ayuda, el flujo de información, las solicitudes de auxilio… Las redes potenciaron la intensidad de los sentimientos —desde la conmoción hasta la paranoia, desde la indolencia hasta el llanto—, también (¡y de qué manera!) permitieron y permiten exponer los atropellos de ese linaje de oportunistas clientelares y abusadores codiciosos. Las redes han cambiado la forma de hacer política y parece que los protagonistas no lo han entendido a cabalidad. O en el peor de los casos, lo han entendido perfectamente en la dirección y el sentido equivocado, como Trump: arma de doble filo en manos torpes y atrofiadas.
Nos ha quedado claro que sí podemos comunicarnos, organizarnos, coordinarnos y actuar de manera efectiva. Nos ha quedado claro que no estamos solos. Nos ha quedado clara la profunda crisis de credibilidad de las agrupaciones políticas, de sus representantes, de sus métodos, de muchas entidades (públicas y privadas). Nos ha quedado claro que hay muchas fauces abiertas y con los colmillos afilados —el México-Rapiña mencionado en la columna anterior— que no se permiten ni un poco de pudor, humanidad o empatía, pendientes siempre de cómo explotar las circunstancias a su favor, a pesar de sí mismos. Ello, sumado a la efervescencia de las redes, ha convertido el ambiente social en un campo de paja, listo para aquellos que quieren ver arder el mundo o para aquellos que creen todavía que somos pólvora mojada. Los resultados se verán en el 2018. Este despertar estremecedor es sólo un atisbo.
Es difícil no conmoverse, además, con todas las expresiones de solidaridad, esfuerzo, empatía y patriotismo. De la misma forma, es complicado no tomar partido ante las voces impertinentes y obtusas (como aquellos que se quejaban de la estética literaria del poema de Juan Villoro o de su “verdadera intención» o de aquel “intelectual” que reprochaba la cortina de humo en que se había convertido, según él, la fama de la maravillosa perra rescatista Frida, en particular, porque fueron muchos más los casos). En las épocas de crisis son muy reducida la gama de grises. No estoy diciendo nada nuevo; la sabiduría popular es difícil de superar: “al fuego, la cera se derrite y el acero se templa”. En México, el carácter y el corazón lo tenemos templado, forjado a fuerza de Historia, de sacrificio.
¿Por qué nos habíamos tardado tanto en recordarlo?
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