Observo hacia la puerta del restaurante, contemplo a una pareja que está entrando, traen un paraguas y no está lloviendo. El hombre que hace el servicio de las mesas tiene un calcetín de un color y el otro de uno diferente. La muchacha detrás de la caja tiene dos aretes en la oreja derecha, en la izquierda no lleva adorno alguno. No hay música en el lugar, el ruido de las conversaciones es suficiente para llenarlo de sonidos, un hombre habla solo en la mesa junto a la ventana, la mujer que lo acompaña bosteza y no lo escucha. Dos recién casados, recién llegados del paseo de luna de miel se toman de las manos, él le menciona el mar, ella la arena, y yo le hubiera dicho a ella, hueles a sal, a sal y a olas.
«Nunca es tarde o temprano, solo no es el tiempo correcto». Eso dice el mensaje dentro de la galleta china. Miro a todos alrededor, pienso en la frase, este no es el tiempo correcto para cada uno de los asistentes al restaurante esta noche. Tiempo para estar, solo eso. Una erección debajo de mi pantalón, una sensación reconocida, pero no acá justo cuando voy a levantarme de la mesa, me acomodo en la silla, tomo el celular, no acierto en leer algo en concreto, paso de una aplicación a otra, perder unos minutos mientras el sistema nervioso se ocupa de conectar con el momento, este no es el tiempo correcto para la erección, es un sitio público, la muchacha que cena conmigo me pregunta si saldremos pronto, le pido un rato más, miento, menciono un pequeño dolor en la pierna.
Llueve, la pareja del paraguas tenía razón, era necesaria la protección contra la lluvia. Le pregunto a la muchacha si a ella en la infancia le gustaba correr debajo de la lluvia, responde con un sí lleno de entusiasmo, me cuenta que se lanzaba en carrera para imaginar que siendo muy veloz ninguna gota la tocaba, me cuenta que caminaba despacio para volverse líquida. La invito a caminar un poco, apenas para ir hasta el parqueadero por el auto, quizá no nos mojemos, será solo un poco de humedad sobre la tela. Junto mi mano a la suya, caminamos despacio, no huele a tierra húmeda, el olor del asfalto lo reemplaza.
El auto cruza el semáforo, la lluvia se apropia del espacio, todo lo que antes fue aéreo ahora también está consumido por el líquido. Ella pone una canción, «Your mind and your experience call to me. You have lived and your intelligence is sexy. I want to know what you got to say». La voz de Mark Sandman suena lentamente y se apropia del silencio, detrás de su voz todo se calla. Los tres minutos y 43 segundos acompañados de la música le permiten al auto avanzar cuatro kilómetros sin detenerse en otro semáforo. Es tarde, no, no es tarde, el mensaje en la galleta decía, nunca es tarde o temprano, bueno, es alguna hora en la que ya debería estar en mi casa, quizá teniendo sexo con la muchacha, o habiendo terminado de tenerlo, o empezando el asunto de quitarse la ropa.
La llevo a su casa. Es el tiempo perfecto. No hay parqueadero para visitantes en el edificio. El auto se queda afuera, la lluvia también. Dicen que las galletas de la fortuna fueron diseñadas en las ciudades de San Francisco y Los Ángeles. Mañana será tarde para quedarme, temprano para irme, el tiempo correcto para continuar entre sus piernas.
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