Todo cambia y nada sigue igual. Eso lo sabemos todos, incluso cuando queremos que algo dure para toda la vida, porque nos hace feliz, nos pone en clímax (espiritual, emocional, físico) o porque nos tiene en una estabilidad que podemos llamar paz. Pero no es así. La confrontación con el Tiempo es una pelea que tenemos perdida desde el inicio. Y cada año, en estas épocas decembrinas se nos hace más evidente. Porque las hojas resecas del otoño se caen de los árboles de la misma forma que nos empezamos a quedar calvos, canosos, con arrugas…, sabemos, pues, cuál es nuestro destino.
Entonces, ¿por qué no estamos preparados para las despedidas? Pienso en los finales trágicos (o aquellos en los que se libera el peso de los desahuciados) que lleva la muerte, pero también en las despedidas más elementales; por ejemplo, en un ámbito público: los egresos de las escuelas, los cambios laborales, las jubilaciones, en un ámbito privado: las separaciones amorosas. Si nos ponemos poéticos, con Leonard Cohen: «la herida es por donde entra la luz»; si nos ponemos estoicos, con Nietzsche: «lo que no te mata te fortalece»; si nos ponemos cientificistas, con Darian Leader: todo duelo es un proceso que debemos sufrir y superar (y digo superar nunca desde el perfil de la superación personal, por el contrario). Pero cuando perdemos algo, somos propensos a tirarnos al piso para que nos levanten, para hacernos las víctimas, para sumergirnos en el alcohol de los pretextos, las acusaciones, los reproches. Pocas veces ponemos el pecho a las balas y siempre cambiamos las arrugas por cremas.
No sé si todo sería en el mundo más sencillo si anticipáramos la caducidad de las cosas, pero sí seríamos mucho más ecuánimes, menos triunfalistas, menos jactanciosos. La balanza equilibrada y el buen criterio, me queda claro, son lo más difícil de generar en el pensamiento, sobre todo, en una sociedad como la nuestra: derrotista, mustia, poco dada a celebrar el triunfo ajeno sino a reprocharlo, a quejarse de él. Empezaré por asumirlo yo, a ver cómo me va.
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