Al comienzo hablamos del frío de la tarde y del color opaco del día, nos tomamos un café que luego repetimos porque afuera llovía, aunque ella tenía paraguas lo había dejado en el auto, yo en cambio apenas traía el saco y en el morral llevaba libros con los que no pensaba cubrirme. No, no hablamos de literatura, no se de dónde me salió una timidez narrativa que apenas si me dejaba hablarle, así ella estuvo contándome de sus días y sus noches, de la blusa que estrenó en su cumpleaños y que unos días después le dañaron en la lavandería.
Supe de su apetito por los juegos de azar, del aprecio por los animales, de su falta de memoria para las promesas propias y las promesas incumplidas. Me preguntó acerca de los colores para los cuales mis ojos abrían la pupila, le hablé de los libros que llevaba leyendo varios días, volvió ella a narrar alguna parte de su vida, y fue entonces cuando supe que ella no me era desconocida.
Abrió la cartera. me mostró las fotografías más cuidadas por ella, las de sus padres y hermanos, y una de alguien a quien dijo haber amado en el colegio, y ahí me pude ver a mí mismo treinta años atrás con el cabello en toda la cabeza, una incipiente barba en la cara y los ojos atravesados por la delgadez de esa edad en que comer, comía, pero el cuerpo parecía desaparecerlo todo sin saber a dónde la enviaba.
No dije nada sobre la fotografía, no le hablé de que ese era yo, y que los años me habían puesto en sintonía con una calvicie prematura, la mala alimentación y la falta de ejercicio me habían puesto gordo. Menos me atreví a decirle que yo la recordaba, además no le dije que ella se veía igual de linda a como yo la miraba en ese último año de colegio cuando éramos novios.
Continuamos conversando como los desconocidos que ya no éramos, solo que difícilmente hubiera podido convencerla de esa cercanía. La dejé hablar más, de cada cosa y de cada momento de su vida. Ahí estábamos por casualidad, yo había ido a comprar medicina en la farmacia y ella unas cremas para los pies, la lluvia nos atrapó en el centro comercial y, una confianza antigua nos permitió ofrecernos un café de desconocidos.
Recordé que ella me dejó por un muchacho que era más alto y fuerte, más simpático y con carisma, me llegaron imágenes de dolorosas tardes en el billar hablando de ella con mi mejor amigo, pensé en la ebriedad y la resaca producidas por lo que yo llamaba abandono.
La conversación se hizo muy plana, yo iba perdiendo interés en sus conversaciones sobre sus viajes, en la comida que más le gustaba, en los lugares más emocionantes que había visitado, en alguna aventura emocional vivida.
Un rayo cayó cerca, el sonido del trueno vino después, la lluvia no cedía, aun así, le dije que debía irme al instante, algo urgente me esperaba, le di un número de teléfono equivocado y la dejé ahí, en el café esperando a que se apagase la lluvia.