Mientras la lluvia seguía, abandonamos el paraguas, caminamos tomados de la mano, los pasos caían sin urgencia, la urgencia era de las gotas antes de ofrecerse a la tierra. Me dijo, estoy muriendo, igual que tú, igual que todos, este es el único instante que me contiene.
Abrió sus manos, las puso frente a mi cara, extendió los dedos, siguió hablando, ves que todo está escrito en ellas, y lo único que dicen es, hágase tu voluntad, es decir, la mía, y mi voluntad sabe que estoy muriendo desde el instante mismo del nacimiento, por eso me gusta que la lluvia no nos detenga, el sol no nos obligue, el camino sea impreciso, la noche esté poblada de luces oscuras.
Sabes, continuó, me gustan las formas en tus ojos, no el color, la forma, su redondez imperfecta, la luz que los amplía, la sombra que los cierra, me gustan el color de tu piel y la palidez de tus silencios largos, los gritos de enojo que no salen de tu boca, la claridad mental con la que te equivocas.
Una pareja de abuelos, hombre y mujer, se detuvieron ante nosotros, nos ofrecieron un paraguas mientras ellos se cubrían con el otro, nos dijeron, uno sabe que va a morirse, pero besarse bajo un paraguas mientras la lluvia cree que todo lo invade es también una manera de rescatar de la prisa de la muerte un momento para vivir la vida cubiertos por la firmeza el vigilante que nos mira desde los ojos de quien nos ama.