Antonia

Humo de mis plegarias WordPress cabezal

Por Óscar Vargas Duarte

Antonia

La tercera de mis novias después de levantarse iba a la cocina, se tomaba el yogurt, y yo, en la noche veía como mi provisión de comida en la nevera se iba reduciendo sin sentir molestia por ello. Su nombre era Antonia, roncaba por un problema en la forma de su tabique, era ruidosa a más no poder, su risa cantaba en el mismo filo del sonido de las campanas en los templos. Recuerdo amarla con una devoción casi infantil, me hacía falta en cada momento que se ausentaba, y me sentía pleno en cada instante que estaba conmigo. No pude con esa dualidad, del infierno al cielo apenas superando la frontera de estar con ella. Se tomaba el yogurt, se comía las galletas, tomaba de queso y de las frutas, preparaba carnes, y todo mientras que yo me iba enamorando y perdiéndome en una relación que pronto se volvió tóxica, aunque deliciosa, tóxica para mí.

Antonia me pidió dejarla dormir en mi cama por esa noche, era viernes, había tenido una semana difícil, el horario laboral se le había extendido cada día, los momentos para el descanso habían sido pocos. Nos encontramos por casualidad, un atasco en el tráfico sin posibilidad diferente que la de caminar por las calles lavadas por el aguacero de la tarde. Ella se bajó del taxi, yo iba caminando por el andén mirando hacia las vitrinas, estaba buscando una ferretería en donde pudiera conseguir una bombilla para una lámpara, la misma que Antonia quebraría una noche de domingo unos meses después.

Las miradas nunca son repentinas, una advertencia previa le avisa a todo el organismo que algo sucederá en el siguiente instante, si uno estuviera atento lo notaría y, ante la advertencia, estaría prevenido o dispuesto. Nos habíamos conocido en la universidad, ella cuatro semestres más joven que yo, yo dos años más viejo y con materias represadas de semestres previos. A mí me gustaban delgadas como ella, a ella no sé de qué le iba el gusto porque solo hablábamos de los trabajos de clase. La timidez estaba en el apogeo en mi vida.

Tras el momento en que la mirada tropieza con los recuerdos y encuentra la historia de quien está en frente, ella dijo mi nombre y yo pronuncié el de ella con un acento que se perdió entre el ruido de los autos.

— Hola.

— Hola.

— ¿Vives por acá?

— Sí, a un par de calles. ¿Tú?

— No. Estoy buscando la manera de salir de este trancón de viernes. Está mortal.

La conversación fue tomando forma cuando me contó que su lugar de trabajo estaba cerca, había salido tarde, estaba cansada de llevar zapatos de tacón todo el día, de mantener charlas que le fastidiaban el ánimo. La invité a descansar en mi apartamento mientras el tráfico de la calle disminuía, ya luego podría salir a tomar un taxi y llegar rápido a su casa.

En el apartamento pidió usar el baño, le dije que podía ir sin pedir permiso, y ella respondió que yo estaba usando un diálogo de una película. No lo dijimos, los dos sabíamos que se refería a la película «The Shawshank Redemption», presentada en Latinoamerica como «sueño de fuga», la escena era en un supermercado, el preso liberado de la cárcel pedía permiso en cada ocasión que necesitaba ir al baño, y el coordinador del lugar le respondía, no tienes que pedirme permiso en cada ocasión que vas.

Al salir del baño se había quitado los zapatos, caminaba con los pies descalzos, recordé haberle visto unas medias veladas de color oscuro, ahora aparecían sus piernas iluminadas por la luz blanca de los bombillos de la sala. Yo había preparado una infusión de frutas y se la ofrecí, me dijo, sabes, prefiero que me dejes dormir un rato en tu cama, con un poco que duerma estaré bien. Se recostó en la cama, le di una manta y la dejé allí.

Roncaba. En mi cuarto cada rato resonaba el sonido producido por el aire atravesando su nariz.

Cerca de las doce de la noche me quedé dormido en el sofá. A las dos de la mañana me despertó el frío, caminé como otras veces en que el sofá servía de útero previo a mis horas de sueño, fui hasta el cuarto y la vi abrigada completamente con las cobijas, apenas la cabeza fuera. No me atreví a despertarla, así que me fui al otro cuarto y me acosté en la cama que usaba mi hermano cuando todavía estaba en la universidad y vivía en mi apartamento.

A las ocho de la mañana la despertó el ruido de la lavadora. La escuché cuando dijo, apaga eso, estás loco, vas a despertar a todo el mundo. Mi lavadora de 18 libras es mi mejor amiga los sábados, deja la ropa limpia, hace un poco de ruido, a mí me gusta, siento que es una presencia más haciendo un poco de música sin saber cantar. Pasé hasta el cuarto, ella estaba viendo mi closet y escogiendo de allí un saco.

Se puso uno de color negro, debajo estaban sus senos desnudos, ya no tenía la falda, ahora llevaba mi pantalón de pijama puesto, se la había ajustado con un cordón que no sé donde encontró.

— Perdona por haberme quedado dormida, y por usar tu ropa. El sueño fue reparador. Ahora solo me faltaba quitarme la ropa de oficina. Espero que no te molestes por ponerme la tuya.

— No hay problema.

La miré sonreír, y no pude sostener mi rostro callado, sonreí con ella. La invité a la cocina.

Me vio sacar la ropa de la lavadora, extenderla para secar, y mientras ella se preparó una taza de café, sirvió para ella y para mí. Cuando me la ofreció me dijo:

— Todavía conservas tus alas.

— ¿Qué?

— Cuando te mueves lo haces como si llevaras unas alas grandes en la espalda, si eres un ángel y estás aquí en secreto, tus movimientos te delatan.

A cuatro calles del apartamento hay una panadería a donde voy a desayunar los sábados. Nos sentamos en la mesa de la esquina, una que permite ver la calle, da la luz del sol y a veces por efecto de la reflexión aparecen pequeños arco iris sobre la mesa. Esta vez apareció uno sobre mis manos y ella me dio un golpe, no se excusó, solo dijo quería atraparlo.

Ahora tenía puesto un pantalón de Jean color azul, un poco desteñido, otro poco raído, no por el uso, así salen de la fábrica, así los venden, así los compran y ella lo estaba usando con unos tenis rojos y una blusa blanca. La ropa la tomó del armario del cuarto de mi hermano. Me preguntó si tenía ropa de mujer, no quería salir a la calle como una vendedora puerta a puerta un sábado.

— Puedes ver en ese armario —le señalé el cuarto de mi hermano.

Antes de permitirle decir tonterías sobre la ropa le conté, mi sobrina Juliana había viajado a estudiar a Buenos Aires, no se llevó toda su ropa y, aunque no vivió en mi casa, la dejó ahí para no almacenarla en cajas. Notó entonces que había ropa y zapatos de mujer.

— Creí que eras separado. Podrías ser alguien que no deja que su exesposa se lleve las cosas.

— No me hace gracia el comentario. Y he sido soltero todo el tiempo.

— Pude haber pensado que eras travestista.

— Eso hubiera sido peor.

Escogió y se vistió allí. Había usado la ducha. Estaba radiante, y la ropa de mi sobrina le quedaba exacta.

Yo pedí un caldo de papa, huevos con cebolla y tomate, y un jugo de naranja. Ella pidió unos huevos rancheros, una taza de café negro, un caldo de costilla, jugo de naranja y varios panes. Desayunamos mientras supimos cosas del otro al ritmo que cada uno iba narrándose. Soltera. Sin hijos. Viviendo en un apartamento propio. Empleada en una empresa multinacional. Comercial vendiendo productos para empresas farmacéuticas. Soltero. Sin hijos. Viviendo en un apartamento propio. Empleado en un banco. Ingeniero desarrollando software.

Estábamos resolviendo quién pagaría la cuenta cuando su celular sonó.

Lo había dejado en la mesita de noche. Estaba descargado cuando se despertó. Mientras se bañaba yo lo puse a cargar. Porcentaje de carga 64%. Temperatura en la ciudad 13 grados Celsius. Clientes en la panadería 18. Un panadero, una mujer en la caja, dos jóvenes atendiendo las mesas. Color más usado por todos, negro seguido del azul. Yo tenía los tenis negros de cada fin de semana, los jeans azules y la camisa blanca. Las gafas en el bolsillo de la camisa. El celular en el bolsillo del pantalón.

Mientras le hablaban, después de unos minutos me dijo que debía irse. Era importante la llamada y lo que le estaban pidiendo era urgente. La discusión sobre la cuenta del desayuno no quedó zanjada, dejó de ser discusión, yo pagué, ella levantaba la mano para parar un taxi. No le pedí su número de teléfono. Cuando la vi partir levantaba la mano diciendo chao.

Antonia mide 1.67 de estatura, pesa 57 kilos, monta en bicicleta los fines de semana, cada mes va un fin de semana a un lugar en el campo para alejarse del ruido de la ciudad. Es de ojos color café, tiene las pestañas largas. El cabello es negro y liso. Ella dice que lo tiene aplanado. Los dedos en sus manos son delgados y largos. Le gusta el rock y baila salsa como si al bailar todo alrededor desapareciera.

Domingo. Temperatura mínima 9 grados. Máxima 20. Llovió de cuatro a seis de la tarde. 180 accidentes de tránsito. A las doce de la noche me quedé dormido. No llamó, no la llamé, no tenía su número de teléfono. Olvidé pedirle el número.

Lunes. Temperatura mínima 11 grados. Máxima 19. No hubo lluvia. 190 accidentes de tránsito. A las doce de la noche me quedé dormido. No llamó, no la llamé, aunque tenemos amigos en común que pueden tener su número no los llamé para tenerlo. Me masturbé pensando en que tendría sexo con ella en la ducha.

Martes. Temperatura mínima 8 grados. Máxima 18. En el restaurante había pescado y cerdo, escogí cerdo. El taxista tomó una ruta más lenta para ir a la oficina, fue el primer enojo del día. A las once de la noche me quedé dormido. No llamó, no la llamé.

Miércoles. Llovió en la mañana, al mediodía, al anochecer, justo en los momentos que salgo a la calle. La temperatura fue frío de sabana todo el día. Al auto de una amiga lo golpearon por detrás, luces rotas. A la una de la madrugada todavía estaba despierto. La busqué en las redes sociales. No la encontré. No llamó, no la llamé.

Jueves. Fuimos con unos amigos a un bar de mujeres nudistas. Estaban todas vestidas con uniformes imitando a los policías. 163 accidentes de tránsito. No sé a qué hora me quedé dormido. No llamó, no la llamé.

Viernes. En mi bar favorito se presenta un grupo que toca música de «Los fabulosos cadillacs», «La maldita vecindad», «Los Rodríguez». Interpretan a otros grupos, pero yo voy porque me gustan las canciones de esas bandas.

Carga del celular 37%. Tarjeta de crédito en la billetera. Dos billetes de alta denominación. 20 minutos para llegará a su destino, en esta ocasión, mi apartamento. Tráfico normal.

— Aló.

— ¿Hablo con el titular de la línea?

— Con él. ¿Quién habla?

— Lo estamos llamando de su Banco, debido a su buen comportamiento financiero queremos ofrecerle un aumento en el cupo de su tarjeta. Esta es una promoción para nuestros mejores clientes, y usted es uno de ellos.

— Señorita, no estoy interesado. Muchas gracias.

— Nosotros sabemos que a usted le hace falta un buen cupo, así puede utilizarla en sitios exclusivos para invitar a sus amigas.

— ¿Perdón? Me parece que no puede decir eso. ¿Cuál es su nombre?

— Si tuviera un buen cupo no llevaría a sus amigas a desayunar a una panadería de barrio.

— ¿Qué?

Antonia dejó salir la risa con todo el ánimo que le cabía en los pulmones. Pone su tono de voz normal y me saluda. Ríe contándome que se está burlando de mí, lo hace como si yo no me estuviese dando cuenta. Me diría luego que estuvo esperando hasta el mediodía para que yo la llamase, y como no ocurrió de esa manera llamó a una de sus amigas, ella a otra amiga y alguien tenía mi número, mi correo electrónico, y hasta la dirección de mi casa había conseguido antes de las tres de la tarde.

Quedamos en que pasaría a mi apartamento. Todavía no salía de la oficina, me llevaría la ropa de mi sobrina, y me pidió que está vez la dejara darse un duchazo. Estaba invitándome a cenar como agradecimiento. Me preguntó por mi plan de esa noche, le dije que había quedado en ir al bar a escuchar un rato de música en vivo. Cuando preguntó con quién le dije que solo, se sorprendió ante mi respuesta, preguntó si también había comida. Quedamos en comer en el bar, escuchar con ella música, luego cada uno se iría a dormir en sus silencios.

Batería cargada al 100%. Tres condones en el primer cajón de la mesa de noche. Dos tarjetas de crédito en la billetera. Olor a colonia en el cuello. Zapatos tenis de color negro. Jeans azules. Camisa blanca. Boca lavada y dientes cepillados.

En el bar, cuando llegamos había varias mesas disponibles, escogimos la que más cerca estaba de una lámpara, la escogió ella, insistió con lo de las alas, me dijo, de pronto dejan de ser invisibles y hacen sombra. Hice un gesto, ella lo entendió, y replicó. No, no estoy siendo necia con el tema, es cierto. Ahora que me abrazaste en tu casa sentí que un calor diferente me cubría. Seguro que tus amigas sienten lo mismo cuando las abrazas.

En el apartamento, cuando llegó, nos saludamos con un abrazo fuerte. Tomó el morral que traía, extrajo la ropa de Juliana, la dejó en el mismo lugar en donde la había encontrado, tomó luego camino hacia el baño, se dio una ducha, hizo un cambio de ropa, quedó vestida con unos zapatos deportivos de medio tacón, unos jeans azules desteñidos, una blusa roja con un letrero que se leía desde el seno derecho hasta el izquierdo, ‘la distancia más cercana a estos dos puntos es el amor’. Notó en mi sonrisa un aprecio por la creatividad y el atrevimiento de la frase. Yo mismo la mandé hacer, esa fue la respuesta.

Salimos a la calle, ya íbamos conversando desperdigados entre un tema y otro como piedras sueltas en una ladera, por un camino o por otro, por un tema u otro, no queríamos dejar que se apagara la palabra. Este día en su oficina fue más tranquilo, tuvo suficiente serenidad para acometer con tranquilidad las dudas ante la incertidumbre, quizá no lo dijo de esa manera, yo entendí que aun con las dificultades del día ella estaba bien. Respondí con la frase de una amiga, sí, cansado, pero habiendo hecho lo necesario en todo momento. Cuando notamos que la oficina asomaba muchas veces en la conversación, huimos de eso como quien lo hace de un abismo.

Ella decidió que pediría la comida, yo el licor. Hizo la aclaración refiriéndose a la palabra licor. Hice el gesto típico de, ya lo entendí, pero ella volvió al tema, entonces tomó ventaja y dijo, tienes estómago de bebedor de cerveza, supongo que siempre pides lo mismo. Era cierto, en ese bar, y casi siempre, pido cerveza. Luego de la sonrisa en mi rostro aceptando la sugerencia, volvió a hablar sobre el tipo de licor que debíamos pedir. Los que toman cerveza le temen al guayabo con aguardiente, no tienes apariencia de ruso como para pedir Vodka, y tampoco pareces holandés como para una botella de Ginebra. Respondí diciendo que por lo menos debo parecerme a los mexicanos, así que pediría como ellos una botella de tequila. Y sí, ella quería tequila y no otra cosa.

Venden empanadas en el lugar, yo suelo pedir una porción de seis. Por supuesto en esta ocasión las empanadas no tuvieron presencia en mi mesa. La comida fue una porción especial de productos del mar con vegetales.

La música fue adquiriendo el ritmo necesario hasta hacernos levantar de las sillas a saltar un rato con cada canción. Las cuatro últimas canciones fueron de ‘Gitana’ de “Los fabulosos cadillacs”, ‘Don palabras’ de “La maldita vecindad”, “Mal bicho” y “Matador” de “Los fabulosos cadillacs”. Saltamos y sudamos, bailamos al ritmo de la memoria musical que teníamos de esas canciones. Todas las conversaciones giraron, antes de que la música nos capturara por completo, alrededor de lo que habíamos hecho en nuestros años posteriores al pregrado. Ella hizo una especialización y una maestría. Yo trabajé cada día excepto los fines de semana y las vacaciones.

Nos apuramos la botella de tequila para no dejar trago en la botella. Pedimos una porción adicional de alguna comida.

  • Quiere tener un hijo.
  • Tuvo dos novios, casi vivieron como pareja. Con el primero hubiera querido tener el hijo.
  • El segundo novio en serio fue un asunto demasiado corto para querer algo para toda la vida.
  • Viajó cada dos años, por vacaciones, a los lugares de moda (la anotación ‘de moda’ es mía).
  • Cree que al final, cuando esté anciana vivirá en un lugar con otros amigos de la misma edad.
  • Tiene un automóvil que usa la mayoría de las veces para salir de la ciudad. En la ciudad solo cuando sabe que las distancias son muy largas.
  • Tiene fe en un ser superior y no cree en religiones.
  • Cuida dos plantas en su apartamento, una se llama oráculo, la otra futuro.
  • Utiliza la autosatisfacción para recordar lo que es capaz de sentir.
  • Lee, baila, cocina, camina, corre, monta en bicicleta.
  • El trabajo le parece emocionante, aunque es pesado y algunos días quisiera hacerlo de otra manera.
  • En caso de que su pareja no quiera tener descendencia, ella lo hará con el método in vitro.
  • Lleva el almuerzo a la oficina porque quiere consumir alimentos de los que sepa cómo fueron preparados.
  • Va a donde los padres dos veces por mes.
  • Su mejor amiga es la confidente de sus angustias y entusiasmos.

Son las dos de la mañana. Es hora de despertar el camino y escoger el que nos lleve de vuelta al lugar del cual vinimos. No necesito una excusa para pedirle ir al apartamento. Allá están las cosas con las que llegó de la oficina. Ella elige ir caminando. Hablamos más pausados. Las calles están llenas de quienes siguen en los bares disfrutando de la oportunidad que permiten estos lugares públicos. Hay un perro vagando por la calle.

  • Le gustan los animales, pero no tendría ninguno en su casa.
  • Quiere saber acerca de mi vida, cree que no le he contado lo profundo de las cosas que me suceden.

En el apartamento, antes de permitir cualquier atrevimiento verbal, toma ruta veloz hacia el baño. Tarda bastante. Yo la espero en la sala. Me bebo una cerveza, en la nevera hay varias. Aparece con un pantalón de pijama y una camiseta. Nota mi sorpresa. Levanta los hombros y los deja caer. Estoy cansada, no me pidas que me vaya en taxi. Prometo no molestar. Duerme en la cama que era de tu hermano.

Un mes después habíamos salido cada viernes y sábado, se había quedado en mi apartamento esas noches. El fin de semana la comida en la nevera se había vuelto comunitaria. Yo tuve que hacer mercado en el supermercado, mercado de verdad y para dos.

  • Tuvimos sexo un lunes feriado.
  • Esa misma semana repetimos el jueves, el viernes, el sábado y el domingo.
  • Nos hicimos habituales.

En el cuarto mes de salir y estar juntos me recordó que ella quería tener un hijo. Yo puse esas palabras en el congelador neuronal, no estaba dispuesto a romper hielos que apagaran el fuego que me producía ella. Lo volvió a decir y me exigió una respuesta seria, si yo también lo quería ella podría esperar hasta que estuviéramos seguros, si yo no quería ella no esperaría nada y podríamos ser amigos, buenos y grandiosos amigos.

En la clínica en donde ella hizo la gestión para ser madre a partir de la fecundación in vitro reciben donantes de semen. Allí fui a ser donante anónimo, solo reciben una vez por mes de cada donador, hacen exámenes para determinar si el aporte es valioso. Según me dijeron, para evitar que un solo tipo de semen fecunde a muchas madres, no permiten más de cuatro donaciones. Yo fui tres veces.

El nombre de su hijo es Pedro, como yo.

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