Bogotá

Humo de mis plegarias WordPress cabezal

Por Óscar Vargas Duarte

En uno de tus lunares cabe toda mi soledad.

Bogotá es una ciudad invisible, sus habitantes no conectan con ella, dan por sentado lo que tienen, todo les pertenece sin nombrar el lugar en donde lo consiguen, atraviesan sus calles y avenidas notando apenas el disgusto producido por la congestión vehicular y el rojo hirviendo en el semáforo, obstáculo para ir a mayor velocidad, si fuese por ellos utilizarían todos los atajos hasta llegar a sus lugares de destino sin importarles el nombre propio de la ciudad —ella como todo ser amado, quiere ser nombrada y amada también.

Bogotá es una ciudad a 2600 metros por encima del nivel del mar, nació en 1538, es una de edad adulta, aunque sus habitantes sean apenas niños ingresando a la pubertad, creyéndose los dueños de todo. Bogotá no sufre de derrotas ni de victorias porque es como los árboles, está para dar sombra y frutos, raíces y semillas, así es, es una ciudad sin prepotencia extendiéndose con una falda de mujer ligera por la sabana y con una cabellera de mujer tranquila por los cerros.

Hace frío, es parte de la rutina, siempre hace frío, y todos deben saberlo, quienes se quejan es porque lo hacen con la indolencia de los niños malcriados, este es su clima no puede ofrecer otro en esta proximidad de páramo, su sinceridad es de siempre, helada y llena de lloviznas, esas cualidades sí le pertenecen, otras no, por ejemplo, por hablar de la congestión vehicular, la falta de civismo, la suciedad en algunas de sus calles, la sin razón de su expansión por la sabana, el ruido de los autos, eso no es su culpa, ese pecado es de sus habitantes, que para dejarlo claro, muchos nacieron en otro lugar y vinieron a ella a cubrirse bajo su sombra, sembrar en sus predios, sostenerse en sus raíces y vivir de sus frutos.

Bogotá es un solo de paraguas y calles llenas, autos royendo el asfalto y semáforos parpadeando más en rojo que en verde. Quienes habitan en la casa y pueden tras un café ver por la ventana son de otro mundo, no asisten al circo del ruido ni a los parques con perros y capuchas, con bolsas y paraguas, para esquivar el agua, para recoger la mierda de sus mascotas.

Quienes van a su bar favorito del centro de la ciudad, piden la copa de siempre y el hombre detrás de la barra los recuerda de otro día, entonces pone una larga de aguardiente, en dos pisos, sobre la mesa y el impulso inicial es suficiente para continuar, eso sí al final dicen que fueron los últimos tragos los que los condujeron a la ebriedad, ponen la culpa en el frío y el sereno habitual. La música no cambia, es la lista de todos los viernes, tararean unas canciones, lo poco que saben de sus letras, mueven los pies y el ruido de los zapatos sobre el piso se pierde sin siquiera ser notado como una nota mal tocada por el baterista de un grupo al que le están doliendo los brazos de tanto golpear.

Semáforos en rojo. Automóviles detenidos esperando el siguiente cambio de color. El sonido de los motores, la música en la radio. Una motocicleta haciendo zigzag por las zonas libres entre autos. El paradero de buses lleno sin satisfacción posible. Mujeres con bolsos y hombres con morrales. El frío acostumbrado en una ciudad 2600 metros más cerca de las estrellas. Los parques y los perros, los perros y las bolsas de plástico llenas de heces, las personas en pijama con su mascota a caminar. Cascos de colores, diseños en fibra que los cubre, motociclistas en fila. Las bicicletas a otra velocidad. Una mujer cruza la vía, utiliza anteojos, viste un pantalón de color negro. Aves en el aire, vuelan, en su vuelo un canto de melancolía grita a la soledad de los árboles que ya no están. Si todos los que llevan ropa de color oscuro tuvieran que morir, la ciudad estaría vacía.

Cada mañana, a falta de arena, el asfalto en la calle es la playa de esta ciudad. Está fría, las olas llegan sin fuerza, el ruido del oleaje surge de la fecundidad producida por los pies que aceleran y los motores que hacen caso a la prisa de quien está tras el volante. La ciudad negocia con lo que tiene a su alcance, pone una calle y la oferta a cambio de un semáforo, una esquina por dos postes con sus lámparas, el edificio más alto del centro por unas llantas caídas en desuso y sueltas en una calle vacía, cuatro burdeles por una silla en un parque.

Así va atravesándose a ella misma, juega a moverse por dentro y encuentra secretos, descubre evidencias y las oculta, publica a gritos su dolor, y nadie la escucha.

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