Todos somos maestros (y alumnos)

Por Heber Sidney Quijano

Tuve un maestro que me caía bien, era fantástico y divertido. También uno que era odioso y a leguas se le notaba que no tenía otra opción. Tuve uno en particular que me enseñó el fervor y el entusiasmo como la mejor manera de contagiar la avidez, la saña, el hambre por un área o conocimiento específico. También hubo uno que me enseñó el hastío, uno presumía ser/hacer cosas importantes (obvio no), y el que sí hacía cosas ni las mencionaba. Se aprende de los libros (que para eso no necesitamos más que tiempo y orden en las lecturas). Pero se aprende más del ejemplo, por eso de todos los maestros que tuve aprendí algo.

Sin embargo, aprender es una calle de doble sentido. Por eso, tengo que confesar que de mis alumnos he aprendido más. No me refiero al conocimiento académico. Sino a algo que es muy claro con un ejemplo:

“Pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto”.

Albert Camus

Eso le escribió en 1957 el reciente ganador del Premio Nobel, Albert Camus, a su maestro. Aunque este es un ejemplo extraordinario, una aguja en un pajar, nadie puede ignorar la importancia de un buen guía en un momento preciso. El impulso crucial que puede proyectar un maestro, en el amplio sentido de la palabra, en el talento de alguien, sobre todo en los momentos de crecimiento y decisión, puede pasarnos desapercibido. Claro, hasta que encontramos un ejemplo como el de Albert Camus. Un ejemplo que puede replicarse en miles de protagonistas de nuestro siglo en todos los ámbitos. No importa si son normalistas, universitarios; con maestría o doctorado o sin ellos, la vocación del maestro va desde el experto en su área como pasaba en los gremios de la Edad Media hasta los guías espirituales cuyos arquetipos van desde Yoda hasta Dumbledore o Miyagi, pasando por el canónico personaje de  Virgilio en la Divina Comedia de Dante Alighieri.

Al final, para el oído y el espíritu atento siempre hay enseñanza. Sobre todo si se tiene la inteligencia, la humildad y la disposición para entender que nunca se convierte uno en experto de nada. O para usar la carta de Camus: “para mí […] sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso [en mí, sigue el Nobel francés] continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.

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