Hace unos días se puso en el debate público el término “apropiación cultural”, el cual implica que alguien adopte rasgos o elementos de una cultura que no le pertenece.

La queja surgió por la nueva colección de Carolina Herrera con motivos de la cultura mexicana. La secretaria de Cultura mexicana, Alejandra Frausto, envió a la casa diseñadora una misiva en la que acusa el “uso y beneficio propio de técnicas de bordado y patrones identitarios de comunidades indígenas”. Las redes recordaron que la casa Chanel que ya había hecho algo semejante con temas de aborígenes australianos, así como casos semejantes de Dolce & Gabbana, Prada. Hasta aquí todo legalmente comprobable en favor de las comunidades originarias.
Pero, me pregunto, qué pasa con los casos en que la creatividad parte de patrimonio común, como las canciones infantiles alemanas que Beethoven utilizó para la Novena Sinfonía; o las texturas y motivos africanos de Matisse y Gaugin, por mencionar los más famosos; o las guitarras españolas del mariachi mexicano; o la salsa caribeña compuesta por la orquesta japonesa… se debe zanjar las fronteras entre apropiación cultura y plagio, por decir lo menos.
Lo cierto es que preocupa la crítica inmediata y simplista desde las redes sociales, el poder de la opinión publicada es reactiva, lapidaria y reaccionario, además de que parece sorda y ciega a matices. Ser monedita de oro o políticamente correcto parece que la consigna. Eso no solo limita la creatividad artística sino la propia mecánica con la que crece y se arraiga la cultura.
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