Llegue tarde a llorarte, Perro, todavía me estremece la idea de que te hayas ido, a los brazos del Hijo del Perro Aguayo. Quería pensar en una sesuda demostración de inteligencia que te alabara. Pero no puedo sino escribir algo mucho más frontal y simple como estas palabras.

Todos los niños, en México, quisimos ser alguna vez luchadores. Y futbolistas. La infancia de todo un país, como el nuestro, suspende su mirada en el vuelo imponente desde la tercera cuerda. Ustedes son nuestros acróbatas, nuestros más trágicos representantes en el teatro de la vida y en el cuadrilátero. Nuestra educación espiritual y la lucha del Bien contra el Mal la encontramos en los Rudos vs Técnicos, con los excesos de cada luchador como si representaran una tragedia griega. Al menos eso creo que pasaba en mi generación.

Pero tú, Perro, estabas un escalón más arriba. Junto a los Dioses: Santo, Blue Demon, Huracán Ramírez, Canek, el Cavernario, y quizá el Hijo del Santo y el Rayo de Jalisco. Algún día los alcanzarán Místico y Rey Misterio, Dr. Wagner, el Trío Dinamita… Abajo están los demás: la Parka, Lyzmark, Máscara Sagrada, Octagón. Después, están los que siguen aún en el común denominador. Cómo negar que la lucha libre es uno de los cimientos de nuestro imaginario y, por lo mismo uno de los espectáculos que mejor nos representan.

“Si la lucha libre tuviera una anatomía, el Perro Aguayo sería el corazón”, dijo Kahn. Y tiene razón. Sin películas ni comerciales ni reality shows, en tu estampa se refleja el corazón mexicano mejor que en muchos otros luchadores icónicos: aguerrido, sin miedo y que no huye nunca. No importa cuánta sangre haya brotado o cómo te haya quedado la frente, seguías luchando. Como los boxeadores.
Si hay una épica en mi generación es tu pelea con Máscara Año 2000. Esa y los beisbolistas “Niños Milagrosos de Guadalupe, Monterrey” que remontaron un marcador desfavorable.
La emoción me impide ser imparcial. Estoy seguro, además, de que me faltaron rivalidades y peleas, triunfos y derrotas. Quizá apenas caigo en cuenta que todos los que te vimos luchar, en vivo o en la televisión, nos ha empezado a llenar de canas el tiempo.

Larga gloria, Can de Nochistlán
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